jueves, 24 de junio de 2010

El Centésimo humano. Si yo cambio, todo cambia: Hipótesis para cambios globales.

Misterios de la Astrofísica.
El Centésimo humano. Si yo cambio, todo cambia: Hipótesis para cambios globales.

Carl Gustav Jung (1875-1961) fue el primero de la era moderna que expresó la idea de arquetipos en el ámbito de la psicología. Su exploración de las profundidades de la mente le llevó a la filosofía, la mitología, la alquimia, las religiones orientales y el misticismo occidental. Abrió la puerta al relativismo psicológico, y situó el estudio del inconsciente en un primer plano, por encima del consciente, e iniciando un nuevo camino muy poco transitado por el conocimiento académico. Para él, incluso había algo más global y suprapersonal que denominó inconsciente colectivo. Éste, común a toda la humanidad, contendría la herencia mental de la evolución humana.

Jung observó símbolos de naturaleza universal, que llamó arquetipos, y que estaban relacionados con una serie de experiencias comunes en distintos pueblos y culturas (infancia y vejez, muerte, embarazo y parto, el amor,…). Estas experiencias se estructurarían y organizarían en campos comunes (arquetipos) dentro del inconsciente colectivo: como el del padre, madre, niño, amante, héroe, sabio, etc. Sería como si una idea común se hubiera concretado en cada uno de los pueblos de la tierra a lo largo de su historia, cambiando conforme las vivencias de esos pueblos variaban, pero permaneciendo siempre un remanente colectivo que estaría presente en cada uno de los individuos de las nuevas generaciones.

En los años 20, se inició un experimento en la Universidad de Harvard que fue continuado en Escocia y Australia. El fisiólogo y doctor William McDougall intentaba medir, en unos experimentos de psicología animal, cómo las ratas heredaban la inteligencia de sus progenitores. En sus experimentos colocaba a los roedores en un pequeño laberinto para medir su inteligencia. Las ratas más “inteligentes” resolvían el laberinto con mayor rapidez y eran emparejadas con otras ratas inteligentes. Lo mismo hacía con las más torpes. Es decir, las inteligentes se apareaban entre si, y las torpes solo entre ellas.

Veintidós generaciones después, todas las camadas de ratas, inteligentes y torpes recorrían el laberinto diez veces más rápido que cualquier rata de la primera generación. ¿Cómo era posible que las camadas más recientes de ratas lentas hubieran aprendido a recorrer el laberinto aún más rápido que las ratas inteligentes originales?, ¿Qué conexión había entre la primera generación de ratas y la última? Posibles explicaciones de este fenómeno llegarían a finales del siglo pasado de la mano de revolucionarias ideas, como por ejemplo, la teoría de la resonancia mórfica (Sheldrake, 1995). Sigamos viendo otros experimentos y fenómenos naturales curiosos.

En los años 50 el biólogo Lyall Watson observó en la isla de Koshima, próxima a Japón, a una colonia de monos Macaca Fuscata en estado salvaje durante varios años. En 1952, los científicos empezaron a proporcionar a los monos batatas dulces que arrojaban sobre la arena. Al principio los monos comían los tubérculos con algo de arena, hasta que una hembra joven, llamada Imo, comenzó a lavar las batatas y pronto otros monos aprendieron este comportamiento.

Entre 1952 y 1958, todos los monos jóvenes lavaban las batatas antes de comérselas. Sólo los adultos que imitaron a sus crías incorporaron este cambio. Otros adultos siguieron comiendo las batatas con arena.

Lo descrito hasta este momento no dejaría de ser un mero aprendizaje por imitación (Miller y Dollard, 1941) o también llamado aprendizaje vicario (Bandura y Walters, 1963), es decir, hay un modelo del que se aprende algo por observación.

Sin embargo, en el otoño de 1958, a partir de un determinado instante, diríase mejor de un determinado mono, TODOS los primates de la tribu lavaban las batatas antes de comerlas. Y la sorpresa no quedó ahí, hubo algo que aun les impresionó más a estos investigadores. Sin que los monos de Koshima salieran de la isla, la conducta de lavar las batatas antes de comerlas se había extendido a otros monos del archipiélago ¡e incluso del continente!

El hábito aparentemente saltó las barreras naturales y apareció en otras islas e incluso en Takasakiyama, en Japón. Científicamente no se encontró ninguna explicación. A partir de un mono, imaginemos que fuese el número cien, el centésimo mono, se produjo una explosión de conocimiento que fue automáticamente incorporada por todos los miembros de su especie, sin importar la distancia a la que se encontraran (Watson, 1979).

Otro interesante fenómeno ocurrió con aves a mediados del siglo pasado. Los herrerillos azules son pequeños pájaros de cabezas azuladas muy comunes en Gran Bretaña. Aún hoy se reparte leche fresca en algunos lugares de Gran Bretaña. Hasta los años 50, los tapones de las botellas de leche se hicieron de cartón.

En 1921, en Southampton, Gran Bretaña, quienes recogían sus botellas de leche observaron un curioso fenómeno. Al recogerlas había pequeños trozos de cartulina alrededor de la base de la botella, y la crema de la parte superior de la botella había desaparecido. El hecho apareció en otro lugar de Gran Bretaña, a unas 50 millas de distancia; y después en algún otro lugar a 100 millas. El fenómeno se extendió supuestamente por imitación –diría la psicología del aprendizaje clásica-, sin embargo, los herrerillos azules son criaturas que normalmente no viajan más de cuatro o cinco millas. Por lo tanto, la expansión de ese comportamiento sólo podía explicarse en términos de un descubrimiento independiente del hábito.

Ese hábito fue cartografiado por toda Gran Bretaña hasta 1947 y para entonces era bastante universal, quienes realizaron el estudio, concluyeron que debió ser “inventado” de manera independiente al menos 50 veces. Pero aún hay más, el ritmo de extensión del hábito se aceleró con el tiempo. En otros lugares de Europa donde las botellas de leche son repartidas al pie de las escaleras de las casas, como en Escandinavia y Holanda, el hábito también afloró durante los años 30, extendiéndose muy similarmente.

Pero aún se puede dar una vuelta más de tuerca, y es que existe una evidencia aún más fuerte de un proceso desconocido de transmisión del conocimiento. La ocupación alemana en Holanda, hizo que cesara el reparto de leche durante varios años, reanudándose en 1948. Si un herrerillo azul suele vivir tres años, probablemente no quedarían herrerillos azules de la época en la que la leche fue repartida por última vez. Sin embargo, al retomar el reparto de leche en 1948, la apertura de botellas de leche por los herrerillos azules surgió rápidamente en lugares bastante separados de Holanda, se extendió con rapidez y surgió independientemente con una frecuencia mucho mayor en esta segunda ocasión. Esto prueba que un nuevo hábito probablemente dependería en mayor medida de un tipo de memoria colectiva que de la genética.

De nuevo al alcanzar ese conocimiento un determinado sujeto, todos los individuos de la especie, sin importar ni la distancia ni el tiempo, lo incorporan automáticamente.

Quizás podríamos pensar que estas experiencias fueron casualidad y que no ocurren en otros entornos, especies o entidades físicas. Sin embargo, existen multitud de experimentos en plantas e incluso en estructuras físicas como cristales o en niveles atómicos y cuánticos en algunas partículas.

En experimentos con sustancias se han obtenido también resultados cuanto menos sorprendentes. Algunas de ellas son muy difíciles de cristalizar en el laboratorio. Sin embargo, si en uno de ellos se tiene éxito en la tarea, la sustancia en cuestión comienza a cristalizar con mayor facilidad en otros laboratorios del resto del mundo. Al principio se pensó que la causa pudiera ser que investigadores visitantes portaran diminutos trozos de cristal en sus ropas o en sus barbas. Pero finalmente esta causa fue desechada. Aparentemente los cristales aprenden: 40 años después del descubrimiento de la glicerina, solía aceptarse que ésta no formaba cristales. Cierto día a principios del siglo XIX, un bidón de glicerina transportado de Viena a Londres comenzó a cristalizarse.

Muy poco tiempo después, en otro lugar muy distinto, otra carga de glicerina cristalizó. Los casos se extendieron y hoy se la glicerina forma cristales cuando la temperatura desciende a menos de 17°C. Esto mismo ha ocurrido con otras muchas sustancias.

Edgard Morín (Nuevos Paradigmas, Cultura y Subjetividad. D. Fried Schniyman Ed. Paidos B. Aires 457 pg.) relata textualmente: “Hace poco se descubrió que hay una comunicación entre los árboles de una misma especie. En una experiencia realizada por científicos, se quitaron todas las hojas a un árbol para ver cómo se comportaba. El árbol reaccionó de un modo previsible, es decir, que empezó a segregar savia más intensamente para reemplazar rápidamente las hojas que le habían sacado. Y también segregó una sustancia que lo protegía contra los parásitos. Pero lo que es interesante es que los árboles vecinos de la misma especie empezaron a segregar la misma sustancia antiparasitaria que el árbol agredido”.

Pareciera que cualquier entidad física viva o inerte tuviera un soporte más sutil por el que se expande y a través del cual recoge la información necesaria de su especie para dar un salto en su evolución cada cierto tiempo, o quizás, cada cierto número de unidades, sujetos o individuos.

El Dr. Rupert Sheldrake, biólogo y filósofo británico, planteó una hipótesis que intentaba explicar estos experimentos y fenómenos: los Campos morfogenéticos, o campos no locales como prefiere llamarlos. Según el propio Sheldrake:

“Morfo viene de la palabra griega morphe, que significa forma. Los campos morfogenéticos son campos de forma; campos, patrones o estructuras de orden. Estos campos organizan no solo los campos de organismos vivos sino también de cristales y moléculas. Cada tipo de molécula, cada proteína por ejemplo, tiene su propio campo mórfico -un campo de hemoglobina, un campo de insulina, etc. De igual manera cada tipo de cristal, cada tipo de organismo, cada tipo de instinto o patrón de comportamiento tiene su campo mórfico. Estos campos son los que ordenan la naturaleza. Hay muchos tipos de campos porque hay muchos tipos de cosas y patrones en la naturaleza…”

Podríamos decir que esta hipótesis, al haber sido replicada en multitud de experimentos, pasaría a convertirse en teoría, sosteniendo que de alguna manera todos estamos interconectados (Gregg Braden, 2000), de forma que existiría una matriz que conecta toda la realidad visible e invisible, y que los cambios en una parte de la misma, afectan a otras partes de esa realidad. Algo semejante se desprende del principio de incertidumbre de Heisenberg (1927) cuando postula que un observador del mundo subatómico afecta a los resultados por el mero hecho de observar, convirtiéndose en participante.

Lynne Mctaggart (El campo, 2007) sostendría la misma idea que Braden: Todos estamos conectados, existe un campo que responde al poder de la intención y que a partir de una determinada masa crítica los cambios en sujetos individuales se extienden a todo el colectivo automáticamente.

Según la teoría de Sheldrake los genes, por ejemplo, serían el mecanismo físico que recibe la información del campo morfogenético, como la radio o la televisión reciben sus señales. Explicaría también la transmisión de la información a individuos de la misma especie de forma simultánea pero separados en el espacio y en el tiempo.

Para verificar o refutar su propia teoría, Sheldrake realizó dos experimentos con humanos: “El primer experimento fue patrocinado por la revista New Scientist, de Londres, y el segundo por la Brain/Mind Bulletin, de Los Angeles.

En el experimento patrocinado por New Scientist, a personas de distintas partes del mundo se les dio un minuto para encontrar rostros famosos escondidos en un dibujo abstracto. Se tomaron datos y se elaboraron medias. Posteriormente la solución fue emitida por la BBC en una franja horaria donde la audiencia estimada era de un millón de espectadores. Inmediatamente de realizada la emisión, en lugares donde no se recibe la BBC, se realizó el mismo “test” sobre otra muestra de personas. Los sujetos que hallaron los rostros dentro del tiempo de un minuto fueron un 76 % mayor que la primera prueba. La probabilidad de que este resultado se debiera a una simple casualidad era de 100 contra uno. Según el Dr. Sheldrake, los campos no-locales, o campos morfogenéticos, habían transmitido la información a toda la “especie”, sin detenerse en aquellas personas que presenciaron la mencionada emisión de televisión.

En el experimento patrocinado por el Brain/Mind Bulletin de Los Angeles, a varios grupos de personas se les pidió que memorizasen 3 poemas distintos. El primero era una canción infantil japonesa, el segundo un poema de un autor japonés moderno y el tercero un galimatías sin sentido. Tal como la teoría de los campos morfogenéticos predice, la canción infantil, habiendo sido aprendida por millones de niños durante muchas generaciones, aunque éstos fueran japoneses, fue memorizada notablemente más rápido que las otras dos alternativas.”

Gary Schwarz, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó un experimento similar en el Tarrytown Executive Conference Center de Nueva York. A estudiantes de Yale que no sabían hebreo se les mostraron palabras hebreas de tres letras, la mitad de ellas sin sentido. Los estudiantes obtuvieron mejores resultados en el reconocimiento de palabras “reales” en una proporción superior a la que cabría esperar como mero fruto del azar.

Tal vez os estéis preguntando, ¿qué implicaciones pueden tener estas cuestiones en nuestra vida diaria, que la pasamos buena parte de la misma comportándonos como autómatas, o viviendo felizmente en un mundo donde consumir o hacer lo que hay que hacer forma parte de nuestra rutina más inconsciente?, ¿Porqué debería importar ser consciente de lo que significa esta teoría?, ¿Se pueden extrapolar a nuestra especie los resultados de ese ‘centésimo mono’ que lavó las batatas y provocó la revolución en toda su especie?, ¿Influiría el pensamiento de un solo sujeto en un cambio planetario?

La teoría de la resonancia mórfica anima al cambio en nuestra manera de pensar y sentir el mundo que vivimos. Dice que la aparición de una nueva idea, sentimiento, e incluso la acción de, por ejemplo, intercambiar servicios en vez de dinero, puede ser facilitada por la resonancia procedente de personas que sintonicen con esa idea y la pongan en práctica. Surgiendo un comportamiento totalmente nuevo, no sólo por primera vez en la historia de un individuo, sino por primera vez en el mundo. ¿Qué significa esto? Pues quizás que esté en nuestras manos cambiar el rumbo de nuestro planeta si somos capaces de generar una nueva forma de pensar, actuar o sentir, que poco a poco se materialice en nuevas formas de convivencia.

¿Realmente influyen nuestros pensamientos y los sentimientos en tal medida?, ¿Su influencia es real o fruto de la fantasía popular? Sabemos por distintos experimentos, como por ejemplo los llevados a cabo por Masaru Emoto en sus investigaciones sobre el agua (Mensajes del agua, 2003) que los pensamientos y las palabras habladas o escritas son capaces de generar un tipo de energía no visible que influye sobre la cristalización de las moléculas. Un pensamiento de paz hace que una molécula de agua cristalice de una forma completamente diferente a como lo haría el pensamiento de violencia, siendo en el primer caso cristalizaciones perfectamente ordenadas y simétricas, mientras que en el segundo aparecen estructuras desordenadas e irregulares.

En otro nivel de investigación de la realidad, conectado con el tema que estamos tratando, se sitúan las investigaciones del físico francés Alain Aspect (1982). En ellas, junto con su equipo, descubre que sometiendo a ciertas condiciones a partículas subatómicas, como los electrones, eran capaces de comunicarse entre sí con independencia de la distancia que las separase. Parecía que cada partícula individual supiera qué estaban haciendo todas las demás.

El físico cuántico David Bohm (Totalidad y el Orden implicado, 2000) exploró la unidad del universo por medio de lo que él llama “orden implicado”, que se encontraría presente en todos los seres y las cosas. Dio una respuesta a los experimentos de su colega francés opinando que sus descubrimientos implicaban la realidad objetiva no existe siendo una especie de gigantesco holograma la realidad en la que vivimos.

Para Bohm el motivo por el cual las partículas subatómicas permanecían en contacto con independencia de la distancia, reside en el hecho de que es una ilusión. Explica su teoría con un sencillo ejemplo: Imaginemos que a través de dos monitores observamos el mismo pez. En uno de ellos aparece de frente, y en otro de lado. Podría pensarse en un principio que son entidades diferentes y separadas. Podríamos pensar que son dos peces distintos e incluso creer que se comunican entre ellos a la vez. Sin embargo, al cabo de un tiempo, veríamos que hay cierta unión entre ellos, e incluso seguramente que se trata de un solo pez. Con las partículas subatómicas estaría pasando algo parecido, según Bohm. La aparente conexión entre éstas partículas nos estaría advirtiendo de un nivel más profundo de la realidad al que, de momento, no tenemos acceso. En realidad, en ese nivel, las partículas estarían conectadas entre sí, y puesto que tu, yo y todos los objetos y seres de nuestra realidad estarían constituidos por partículas como éstas, y otras, todos formaríamos parte de una inmensa red de carácter holográfico donde el fenómeno de la localidad se resquebraja al estar todo interrelacionado y unido.

Multitud de investigadores, máximos exponentes de lo nuevo, y herejes a la vez, muestran un multiuniverso en el cual cada una de sus partes, desde las partículas subatómicas pasando por una gota de agua, un ser humano, y hasta las agrupaciones de galaxias estarían conectadas, compartiendo información entre sí de forma simultánea y constante. Quizás, la realidad física manifiesta parte de ese gran holograma del que formamos parte y sería nuestra conciencia quien lo recorrería reconociéndolo en sus más variopintas manifestaciones.

El ser humano de la Tierra es cada vez más consciente de la necesidad de empezar a utilizar todo el potencial que lleva dentro de sí mismo. Si todos y todo está conectado, tal y como nos avanza la física cuántica, deberíamos empezar a plantearnos seriamente la posibilidad de que los seres humanos como sujetos individuales, son los primeros y últimos responsables de la realidad que crean y viven a diario, tanto en el presente como para las generaciones futuras, y que el hecho de una transformación global de la humanidad pasa inexorablemente por el cambio de un individuo… de otro… y otro… y otro más, así hasta llegar a un enésimo sujeto,… supongamos que fuese el número cien, y que al cambiar ese centésimo humano, generaría una explosión de conocimiento que se transmitiría automáticamente al resto congéneres del planeta, provocando grandes corrientes de cambios planetarios que a modo de contracciones de un parto darían lugar al nacimiento una nueva era de seres humanos, una nueva humanidad. Esa nueva era que tanto esperamos que se materialice, debería nacer antes en el interior de cada uno de nosotros para luego expandirse. Seamos conscientes de lo que implica colaborar con esa masa crítica silenciosa que forman millones de personas en todo el planeta. Millones de seres que desean vivir en un mundo diferente pero que se creen desconectados cuando lo que apuntan las investigaciones es a todo lo contrario. Aprovechemos el río de conocimientos y transmisión de información que suponen las nuevas tecnologías (internet,, móvil,…), para conectar con esas ideas, sentimientos y actitudes que hablan de unión entre los seres humanos, de comprensión, de aceptación, de paz, de comunicación, de vivir la vida con esos valores que nuestra sociedad parece haber dejado en un segundo plano, y en definitiva, para dejarnos empapar de lo nuevo y formar parte de una cadena de transmisión que potencie lo global. Integremos y actualicemos, con la información que ahora tenemos, el hecho de que el todo es mayor que la suma de las partes.

Nuestro planeta y su futuro, es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros, de nadie más. Intentemos no dar energía a lo que nos separa, a lo que nos divide. Abandonemos lo malo conocido y abrámonos a lo nuevo por conocer, cojamos nuestra batata llena de arena, hagamos algo nuevo con ella -como los monos japoneses- y daremos sentido a las palabras implicación, compromiso y humanidad, a su principal representante, el ser humano y a la herramienta que es capaz de cambiar en cada instante el futuro: el libre albedrío, escoltado por la mente y el corazón y trabajando con esos niveles sutiles que nos cuentan los investigadores más avanzados.

Intentemos ser un poco más conscientes de nuestro potencial como grupo para cambiar el planeta, pero antes, ¿Te atreves a ser tú el centésimo humano? …Yo sí.

Starviewer Team

jueves, 17 de junio de 2010

Anatomía de la codicia

Por incoherente y absurdo que parezca, cuanto más progreso económico desarrolla una sociedad, más infelices suelen ser los seres humanos que la componen. De ahí que algunos de los países más ricos del mundo, como Suecia, Noruega, Finlandia y Estados Unidos, cuenten, paradójicamente, con las tasas de suicidio más elevadas del planeta. En el mundo, un millón de seres humanos se quitan la vida cada año. Y al menos otros 15 millones lo intentan sin conseguirlo.

La codicia nace de una carencia. Es falso que podamos rellenar ese vacío con un materialismo basado en el consumo

Haciendo caso omiso a la incómoda verdad que se esconde detrás de estas estadísticas, la mayoría de naciones están adoptando las creencias y los valores promovidos por el estilo de vida materialista y deshumanizado imperante en la actualidad. Es la “globalización”, un proceso por el cual el sistema de libre mercado, guiado por el obsesivo e insostenible afán de crecimiento económico de las corporaciones, está dificultando a los seres humanos desarrollar el altruismo y alcanzar la plenitud.

LA SOCIEDAD DEL MALESTAR

“El crecimiento económico del sistema capitalista se sustenta gracias a la insatisfacción de la sociedad” (Clive Hamilton)

Como consecuencia de la epidemia de malestar y sinsentido que padecen muchos seres humanos, en el ámbito de la investigación universitaria ha nacido una nueva especialidad profesional: el comportamiento económico, que estudia la influencia que tiene la psicología sobre la economía y ésta sobre la actitud y la conducta de individuos y organizaciones. Entre otros expertos, destaca el economista norteamericano George F. Lowenstein, cuyo nombre aparece en algunas quinielas como candidato a recibir el Premio Nobel de Economía a lo largo de la próxima década.
En el escenario socioeconómico actual, ¿es el sistema capitalista el que nos condiciona para convertirnos en personas competitivas, ambiciosas y corruptas, o somos nosotros los que hemos creado una economía a nuestra imagen y semejanza? ¿Qué viene antes: el huevo o la gallina? De las tesis formuladas por Lowenstein se desprende que en este caso el huevo es la gallina. Es decir, que nuestra incapacidad de ser felices nos ha vuelto codiciosos, convirtiendo el mundo en un negocio en el que nadie gana y todos salimos perdiendo. Y en paralelo, el sistema monetario sobre el que se asienta nuestra existencia dificulta y obstaculiza la ética y la generosidad que anidan en lo profundo de cada corazón humano.
Pero entonces, ¿qué es la codicia? ¿De dónde nace? ¿Adónde nos conduce? Etimológicamente procede del latín cupiditas, que significa “deseo, pasión”, y es sinónimo de “ambición” o “afán excesivo”. Así, la codicia es el afán por desear más de lo que se tiene, la ambición por querer más de lo que se ha conseguido. De ahí que no importe lo que hagamos o lo que tengamos; la codicia nunca se detiene. Siempre quiere más. Es insaciable por naturaleza. Actúa como un veneno que nos corroe el corazón y nos ciega el entendimiento, llevándonos a perder de vista lo que de verdad necesitamos para construir una vida equilibrada, feliz y con sentido.

LA CORRUPCIÓN DEL ALMA


“La riqueza material es como el agua salada; cuanto más se bebe, más sed da” (Arthur Schopenhauer)

Últimamente se ha hablado mucho del presidente del Palau de la Música, Fèlix Millet, al que se le acusa de haber robado 10 millones de euros. O del multimillonario Bernard Madoff, considerado un brillante gestor de inversiones y filántropo hasta que un día confesó a sus hijos Andrew y Mark que su vida era “una gran mentira”. El imperio económico que había construido a lo largo de las últimas décadas se sustentaba en la codicia, la estafa y la corrupción.
Tras ser arrestado y procesado, Madoff fue condenado el 29 de junio de 2009 a 150 años de cárcel por ser el responsable del mayor fraude financiero de la historia, cifrado en más de 35.000 millones de euros. ¿Qué motiva a un hombre que lo tiene todo a querer más? ¿Por qué tantas personas se vuelven corruptas, mezquinas y perversas al alcanzar el poder?
Para muchos psicólogos, personas como Madoff o Millet representan la punta del iceberg de uno de los dramas contemporáneos más extendidos en la sociedad: “la corrupción del alma”. Así se denomina la conducta de las personas que se traicionan a sí mismas, a su conciencia moral, pues en última instancia todos los seres humanos sabemos cuándo estamos haciendo lo correcto y cuándo no. Y es que para cometer actos corruptos, primero tenemos que habernos corrompido por dentro. Esto implica marginar nuestros valores éticos esenciales –como la integridad, la honestidad, la generosidad y el altruismo en beneficio de nuestro propio interés.

RICOS FUERA, POBRES DENTRO


“Nada que esté fuera de ti podrá nunca proporcionarte lo que estás buscando” (Byron Katie)

Según las investigaciones científicas de Lowenstein, cuando las personas son víctimas de su codicia entran en una carrera por lograr y acumular poder, prestigio, dinero, fama y otro tipo de riquezas materiales. Quienes cruzan la línea una vez, tienden a cruzarla constantemente. Las personas codiciosas se engañan a sí mismas; siempre encuentran excusas para justificar sus decisiones y actos corruptos. El hecho de que los demás lo hagan ya es suficiente para hacerlo. Sin embargo, la sombra de su conciencia moral les persigue de por vida.
Una vez ascienden por la escalera que creen que les conducirá al éxito y, en consecuencia, a la felicidad, comienzan a ser esclavas del miedo a perderlo todo. De ahí que se vuelvan más inseguras y desconfiadas, invirtiendo tiempo y dinero en protegerse y proteger lo que poseen. Y no sólo eso. Se sabe de muchos casos en los que las personas codiciosas terminan aislándose de los demás, con lo que su grado de desconexión emocional aumenta y su nivel de egocentrismo se multiplica.
Por eso muchos intentan compensar su malestar con el placer y la satisfacción a corto plazo que proporciona la vida material. Para conseguirlo necesitan cada vez más dinero, lo que les lleva, en algunos casos, a cometer estafas en sus propias organizaciones, tal y como hicieron Madoff y Millet. Según la consultora Deloitte, “más de seis de cada 10 fraudes empresariales se cometen desde dentro”. Muchos se planean en los despachos de la cúpula directiva. Que la corrupción se haga pública, es otra historia.
En palabras de Lowenstein, “la codicia es una semilla que crece y se desarrolla en aquellas personas que padecen un profundo vacío existencial, sintiendo que sus vidas carecen de propósito y sentido”. Tenemos de todo, pero ¿nos tenemos a nosotros mismos? La codicia nace de una carencia interior no saciada y de la falsa creencia de que podremos llenar ese vacío con poder, dinero, reconocimiento y, en definitiva, con un estilo de vida materialista, basado en el consumo y el entretenimiento.

LA FILOSOFÍA DE LA ‘NO NECESIDAD’


“Lo que nos hace ricos o pobres no es nuestro dinero, sino nuestra capacidad de disfrutar” (Víctor Gay Zaragoza)

Un hombre de negocios pasaba sus vacaciones en un pueblo costero. Una mañana advirtió la presencia de un pescador que regresaba con su destartalada barca. ¿Ha tenido buena pesca?, le preguntó. El pescador, sonriente, le mostró tres piezas: Sí, ha sido una buena pesca. El hombre de negocios miró al reloj: Todavía es temprano. Supongo que volverá a salir, ¿no?.
Extrañado, el pescador le preguntó: ¿Para qué?. Pues porque así tendría más pescado, respondió el hombre de negocios. ¿Y qué haría con él? ¡No lo necesito! Con estas tres piezas tengo suficiente para alimentar a mi familia, afirmó el pescador. Mejor entonces, porque así usted podría revenderlo. ¿Para qué?, preguntó el pescador, incrédulo. Para tener más dinero. ¿Para qué?. Para cambiar su vieja barca por una nueva, mucho más grande y bonita. ¿Para qué?. Para poder pescar mayor cantidad de peces.
¿Para qué?. Así podría contratar a algunos hombres. ¿Para qué?. Para que pesquen por usted. ¿Para qué?. Para ser rico y poderoso. El pescador, sin dejar de sonreír, no acababa de entender la mentalidad de aquel hombre. Sin embargo, volvió a preguntarle: ¿Para qué querría yo ser rico y poderoso?. Esta es la mejor parte, asintió el hombre de negocios. Así podría pasar más tiempo con su familia y descansar cuando quisiera. El pescador lo miró con una ancha sonrisa y le dijo: Eso es precisamente lo que voy a hacer ahora mismo.